artemisa téllez

Se pronostica tormenta

Ella está enamorada y me lo cuenta a mí porque soy su maestra y porque sabe que soy lesbiana. Ella está enamorada, con la frescura de las primeras veces, de los años pocos, de los ojos vírgenes. Ella le da forma a ese enamoramiento: se solaza en él, en compartírmelo. Ella está enamorada por primera vez de una mujer y es correspondida: ya tuvieron un primer beso, un segundo beso, una primera caricia temblorosa, una alocada sesión de risas sin motivo, una charla de horas en el delirante filo de la madrugada… Ella que ha tenido varios novios y que, hasta ahora, nunca había sabido que podía ser así de feliz con una mujer.

Me lo cuenta, me lo vuelve a contar porque quiere oírlo y me dice que todo ha sido muy especial, mágico, único, que son una para la otra, que piensan y sienten y han vivido cosas tan parecidas… en medio de su monólogo fascinado, se van haciendo nubes de tormenta; las pausas largas, el relato discólico, el par de ojos negros -tan brillantes- poco a poco se le van haciendo de vidrio: No sé cómo decírselo a mi mamá, a mi papá ni hablar, no podría… No es un buen momento ahora, con lo que está pasando… No se lo he contado a nadie, a un amigo y a una prima, nada más. Él me pidió ver una foto de ella, para saber si estaba buena, si valdría la pena hacer un trío con nosotras… Ella, que sí la vio en foto, se mostró decepcionada de ver que me gusta una mujer que -desde su punto de vista- ni siquiera bonita es… Nunca había vivido que todos se te queden mirando cuando te besas con alguien en la calle… Su voz, entrecortada, hablaba conmigo como si estuviera sola, ya no me estaban mirando; el miedo se había instalado como un fantasma frío entre nosotras.

Sentí un coraje caliente y pegajoso que me escurría por la nuca y las orejas, pero no pude decirle nada. Y es que se te olvida, con el tiempo se te olvidan los amigos varones y sus comentarios vulgares totalmente fuera de lugar. Se te olvidan los gritos por la ventanilla de un carro cuando vas cruzando la calle. Se te olvida la tensión de los primeros años, cuando sales del clóset y tu familia se mete para que nadie vaya a “pensar mal” de ti. Se te olvidan las gratuitas miradas lascivas, descalificatorias o de odio porque tomaste a tu novia de la mano o le dijiste mi amor enfrente de la gente. Se te olvida que en los hoteles les van a dar las camas

separadas, siempre, aunque pidas una matrimonial. Se te olvida que te van a presionar a mentir cada vez que te pregunten maliciosamente por “tu hermana”. Se olvida -o pretende olvidar- la pregunta ofensiva e idiota de “¿quién es el hombre?” o la aún peor de “si te gustan tan masculinas, ¿por qué no mejor andar con un muchacho?”

Las demás fueron llegando una a una, ocupando los lugares alrededor de la mesa en la que mi estudiante tan fugazmente había confesado su incipiente historia de amor y sus justificadas preocupaciones. Yo, con un nudo en la garganta, la tomé de la mano y le dije mirándola a los ojos: si puedes, querida, que te valga verga todo, todos…

La clase comenzó apresurada y el tema se diluyó en el aire. El nudo en la garganta no se iba. Mientras escribían frente de mí pensaba en cómo personas desconocidas se sentían con derecho de arruinar la vida de jóvenes como mi alumna y cómo esos hombres y mujeres adultxs que deberían ser su soporte y su apoyo eran lxs primerxs en darle la espalda. Qué impotencia, ¡qué angustia!

Hoy sé que lo que le debí haber dicho es: te lo van a hacer insoportable por un tiempo, pero Roma bien vale un incendio.