Las cosas que Josephine March me enseñó

No es la primera vez que públicamente hablo de Mujercitas. No es la primera vez que reconozco la importancia que este libro ha tenido para mí como mujer, escritora, feminista y lesbiana. No es la primera vez que confieso, venciendo el miedo a parecer cursi, que Mujercitas me convirtió en lectora a los ocho años de edad.
Mujercitas fue un texto iniciático que acompañó mi infancia y modeló mi personalidad; fue la segunda novela que leí en toda mi vida, la primera saga que leí completa, el primer libro usado que levanté del suelo y por el que pagué.
Todavía conservo Más cosas de mujercitas, ese tomo rojo y desconchado que compré en el centro de Cuernavaca con el dinero que me dieron un domingo (¡23 mil pesos me costó!) y, aunque ahora tengo una edición crítica en la lengua original, lo atesoro porque sé que son esas hojas amarillas -y no otras- las que acunaron y acuñaron muchos de los sueños que llevo todavía en el corazón como en un guardapelo.
Y es que Mujercitas no es exactamente un libro, como lo han afirmado ya Anne Boyd Rioux y más recientemente Patti Smith, Mujercitas es una utópica invención de lo femenino y sus posibilidades, una manera de construir individuas libres de dentro hacia afuera y por esa misma razón, un texto que habita permanentemente a sus devotas.
Hoy que se cumplen 150 años de la primera edición (30 de septiembre de 1868) quiero y necesito rendir un homenaje a una obra que empujó hacia arriba y hacia afuera los estrechos límites de la feminidad decimonónica para imaginarnos mujeres libres y capaces y lo hago haciendo de su conocimiento todo lo que su principal heroína hizo posible para mí y para tantas otras creativas, soñadoras, marimachas, escritoras…
Gracias a Josephine March llegué a creer que hacer familia era más importante que tenerla. Que quedar bien con los varones nunca está por encima del amor que nos tenemos unas a otras. Que ser auténtica atrae enormes cantidades de crítica y envidia, pero también el más sincero de los afectos. Que las mujeres podemos ser independientes, sobrevivir por nosotras mismas, ayudarnos a salir adelante y convertirnos en proveedoras y líderes.
Gracias a Josephine March supe que las mujeres escribían, publicaban y que a veces lograban ganar dinero por ese trabajo. Conocí -y experimenté- lo gozoso que es quedarse despierta toda la noche para terminar un libro que se está leyendo y más aún uno que se está escribiendo. Que los libros no sólo se aman, se veneran, porque cuestan sangre, sudor y lágrimas.
Gracias a Josephine March comprendí que la mejor escritora es la que habla no de sí misma, sino de su Verdad y que saber es el mayor de los patrimonios posibles.
Gracias a Josephine March aprendí que los hombres y las mujeres pueden ser amigos. Que yo no quería ser madre ni esposa y eso estaba bien; que encontrar un hombre aparentemente perfecto tampoco no me obligaba a aceptarlo.
Gracias a Josephine March entendí los horrores de la guerra y a la pobreza, que en tiempos de invierno la gente pobre se muere de frío y que si los campos están abandonados, puedes pasarte media vida añorando comer limones. Que bajo ninguna circunstancia se debe de robar ni sentirse avergonzada por tu origen o por tener menos que los demás.
Gracias a Josephine March pude imaginarme el libre de los estereotipos que me arrojaron encima las mujeres de mi familia y las monjas del colegio. Pude ver que estaba bien no ser demasiado bella y también no esforzarse por serlo.
Gracias a Josephine March puedo amar y admirar a otras mujeres y ser compasiva con sus defectos y procesos, empezando por mí.
Gracias a Josephine March pude vislumbrar el miedo terrible de perder a quienes más amamos, pude llorar la muerte de Beth y con ella, la de mi propio hermano. Tuve la certeza de que, a pesar de todo, vale la pena seguir viviendo.
Gracias a Josephine March quise ser una buena hija y una buena hermana, no para que se me recompensara o se me reconociera, sino porque fui conciente de que no siempre nos tendríamos unas a las otras. Reconocí que el amor no es pasividad y espera, sino fuerza y valor. Que lo que verdaderamente importante es ser generosa con los demás, movernos ante su dolor: tomar entre nuestras manos la responsabilidad de aminorarlo en lo que podamos y de no aumentarlo si es que no podemos reducirlo en nada. Que la amabilidad y la decencia, tan vituperadas hoy en día, pueden ser llaves y puertas de lugares en donde parecía no haber salida. Que la pasión y el compromiso primordiales son con quien una es; que la mayor batalla es con una misma el mayor de los logros, superar a la que fuimos ayer.
Es por todas estas enseñanzas -y otras tan mías que ya no distingo ni puedo nombrar- que atesoro dentro y fuera de mí el camino de regalos con los que este libro me proveyó. Celebro que haya sido escrito, publicado, traducido; celebro sus primeros ciento cincuenta años de existencia: ¡viva en nuestras bibliotecas y en nuestros corazones por ciento cincuenta más!