Hace una semana más o menos, empecé a encontrarme con el texto escrito por Alberto Olmos para el diario español El Confidencial, ese que tiene como titular la ridícula pregunta de “¿No estáis hartas de vosotras mismas?” y que fue respondida de forma tajante e incisiva por la mayor parte de las mujeres que lo reprodujeron y las que lo comentaron. El incendiario titular logró su cometido, el texto del tal señor fue compartido muchas veces, principalmente en muros y perfiles de aquellas que quisieron denunciarlo y, precisamente por esta razón, prefiero que en esta ocasión funcione a la inversa y regresemos de la mano al lugar de nuestros afectos: la voz y la escritura de mujeres, nuestra escritura.
Primero, quiero decir que desde el cuatro mil antes de Cristo en que se inventó la escritura hasta el desafortunado 30 de noviembre de 2023 en que el señor Olmos publicó su tendencioso artículo, los varones nunca se han cansado de hablar de sí mismos. La adecuadamente llamada “Historia del hombre”, la de la literatura y filosofía dan cuenta de ello: sus héroes, sus guerras, su propia y única concepción del dios o los dioses y sobre todo, su incesante discurso sobre nosotras: las heroínas trágicas, las abnegadas madres, hermanas, esposas o hijas, las amantes incondicionales, las víctimas perfectas y si no, las brujas, las harpías, las villanas, las fatales, las monstruas; en esta categoría, o en varias de ellas, están las escritoras que se atreven con su voz a desmentirlos. No somos esas, sus imaginarias, no existimos en función de los roles que nos asignan, tenemos una voluntad y una agencia que les desespera hasta el grado último y que les parece una traición. Sobretodo, les tenemos un odio, un odio histórico del que nos hemos estado disculpando desde el siglo diecinueve ¡como si no tuviera motivos el esclavo de aborrecer al amo o el abducido a su secuestrador!
De manera subrepticia, Olmos va desarrollando su crítica, haciéndose el gracioso o el importante según convenga, citando (como todo un “aliado”) a varias mujeres que ha leído últimamente y desestimándolas por hablar de menstruación, maternidad o sororidad. Hay grandes temas, dice, esos no son. Porque cree tontamente que necesitamos su aprobación, su ayuda o porque olvida, también convenientemente, que las mujeres crecimos leyendo sobre sus eyaculaciones, sus “idas de putas”, sus violaciones. Quiere que dejemos de hablar mal de ellos, de lo difícil que es ser mujer porque le parece que esos temas ya están muy gastados y que él nos va a decir cuándo fue suficiente. Quiere mansplainearnos, por nuestro propio bien -como siempre- y nos llama “chicas” porque como buen macho, no puede tocar a una mujer adulta ni con el pensamiento.
Viejas quejosas, pandilleras, nosotros que queremos premiarlas y ayudarles y ustedes que se están volviendo ilegibles, clavadas cada vez más en su propia mujeridad, libres del mandil, el corsé y la máscara que tan bonitos les quedaban en la “Mujercitas” de mi infancia.
Después insta a sus congéneres (los que según él no se quejan cada vez que una mujer gana un premio, una beca o publica un libro) a denunciar esa desigualdad porque ya, seis mil años está bien, pero ¿seis ediciones seguidas? y remata con el epíteto favorito de los misóginos “siempre se hacen las víctimas”.
Alberto Olmos, ganador de varios premios de novela, tiene una página en la que menciona como sus mayores influencias literarias a diez autores varones, el primero de ellos, el violador Pablo Neruda. Porque cuando no está posando de aliado y amigo, Olmos no es más que un señor normal, un intelectual machista que hace todo por “el bien mayor” de la literatura.
Así que si después de escribir semejante panfleto misógino se fue a releer toda Marguerite Durás, no fue, mi denostado amigo, por darnos ningún ejemplo, sino para fingir públicamente que a ella (tal vez por muerta), sí le perdona ser mujer.