¡¿Con esa boquita besas a tu mami?!
La libertad está construida de pequeños actos, mismos que vamos adquiriendo conforme crecemos y que nos son concedidos por distintos representantes de la autoridad: m/padres, maestrxs, el estado. De un día para otro ya puedes acostarte a las 9 en vez de a las 8 o ir por ti mismx a la tienda, tener tu propio juego de llaves, quedarte a dormir en casa de lxs amigxs, beber y fumar, tramitar una credencial para votar o una licencia de conducir. Lxs niñxs y adolescentes son conscientes de estas conquistas, unas cuestan esfuerzo y otras paciencia, muchas de ellas ambos, sin embargo, al alcanzar la mayoría de edad, no todxs gozamos exactamente los mismos derechos, aunque la constitución diga lo contrario.
Los derechos humanos, civiles y políticos están contemplados en la ley y, aunque sabemos que no siempre son respetados, son relativamente sencillos de ser exigidos. Los simbólicos en cambio, están ligados a las prácticas sociales y por ello no pueden ser regulados por las autoridades, sino simplemente discutidos entre personas con puntos de vista diferentes, en muchos casos, sin que dichas discusiones fructifiquen en nada.
Uno de los derechos por los que tuve que luchar en casa fue el poder expresarme usando todo tipo de vocabulario, ya que, aunque nunca nos proporcionaron a mi hermana y a mí un glosario de palabras prohibidas, fue una orden tácita. Ni mi padre ni mi mamá usaban ningún tipo de groserías ni “palabras altisonantes”, tampoco eufemismos que ocultaran los “nombres reales” de partes del cuerpo, apodos, nombres “de cariño” ni diminutivos; la única palabra que recuerdo que haya sido explícitamente vetada fue “maldito” y “maldita”, pero sólo si era utilizado para, literalmente, maldecir. Esto por supuesto favoreció mi de por sí natural obsesión con las palabras, su sonido, uso y poder.
Alrededor de los once años comencé a decir groserías. Lo sentí como algo necesario y liberador, ya que mis compañeras y amigas las usaban. Frente a lxs adultxs, no las decía nunca, tampoco frente a mi hermana, cinco años menor. Pero a los catorce decidí que ya era tiempo de emanciparme lingüísticamente y me encontré con un obstáculo totalmente nuevo e inesperado: mi papá.
Esto puede resultarle de lo más normal a casi cualquier persona desconocida
que me lea; a los papás les molesta que lxs hijxs beban, reprueben la escuela, digan groserías porque son una figura de autoridad ¡Pero no mi papá! Mi padre es un alcahuete total al que jamás le molestó nada de lo que hiciéramos, que jamás nos llamó la atención ni nos negó permiso alguno y de pronto estaba ahí, rojo de coraje o de vergüenza (aún no lo sé) diciéndome que no hablara así por favor, que me veía horrible. Esta batalla siguió y siguió. Cada desayuno, cada comida, cada caminata a la escuela y de regreso fue una oportunidad para decir nuevas palabrotas y él, en cada ocasión, se resistió repitiendo razones que sólo me incentivaban más. No eran las groserías, era que las mujeres se miran vulgares, agresivas y grotescas cuando las usan…
Gané esa batalla. La habría de librar nuevamente con novios, suegras, profesores, colegas y alumnxs que todavía hasta hoy se atreven -cada vez menos- a explicarme que mi lenguaje de carretonera les incomoda y ofende e inclusive que demerita mi “gran conocimiento”, “amplio vocabulario”, “flema intelectual” y hasta mi “calidad docente”. Es que parece que dentro de los derechos de las mujeres adultas no está el usar las 88 mil palabras del español como nos ronque el coño y que debemos renunciar a la libre expresión -sobre todo de nuestra molestia, enojo, inconformidad e indignación- en función de vernos bonitas, como canónica y equivocadamente reza el dicho: calladitas.