Los primeros dos meses de este llamado “confinamiento voluntario” fui absolutamente feliz encerrada en casa y, de las 2 de la tarde a las 9 de la noche, me dediqué de manera sistemática y febril a leer un enorme libro clásico titulado El rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda. Lo tenía pendiente hace muchos muchos años; este tipo de lecturas no me son ajenas y aunque las disfruto bastante, tampoco es algo que hago muy seguido desde que salí de la carrera. De pronto parecía que esta era una ocasión perfecta, tenía todo el tiempo del mundo para enfrentarme a un libro exigente, de gran formato y que además tenía más de quinientas páginas.
Me adentré en él de la misma manera en la que lo hacía cuando era niña: sin calcular cuándo lo terminaría ni cuánto tiempo me llevaría, solamente me entregué al texto y a su contenido. Los personajes unilaterales y sencillos se volvieron el ńico tipo de seres con los que me sentía agradada de convivir. Casi todas las personas de carne y hueso en esa misma etapa me parecían repelentes, asustadas en extremo o negligentes hasta la estupidez, despertaban en mí las peores emociones. Yo quería huír de ellas. No tenía ganas de conectarme por zoom, de hacer ninguna videollamada o llamada telefónica; no quería escuchar que estaban angustiadas o temerosas ni que hablaran constantemente de las “verdades” y “mentiras” que escuchaban en televisión, de los discursos contrastantes y contrastados y de las medidas de seguridad que debían tomar para no contagiarse o para proteger a sus seres queridos del virus que nos estaba asolando. Yo estaba en negación, protegida y cómoda en mi casa, pero sin ganas de saber absolutamente nada de los motivos que me habían obligado a confinarme.
El libro y sus ilustraciones de sus princesas, hadas, brujas, magos y caballeros pasaron a formar parte de mi cotidianidad más entrañable. Leí y leí sin ganas de hacer prácticamente ninguna otra cosa y con fascinación inocente, infantil, me entregué a esas peripecias como si yo misma las estuviera viviendo. A medida que iba avanzando en el libro, mi reflexión acerca de él se iba haciendo más persistente y profunda: “¿Por qué es que estoy tan cómoda dentro de esta fantasía?”, “¿Qué es lo que me ofrece hoy este tipo de literatura que hace tantos
años no leía?”, “¿Cómo es que estas leyendas perduran rompiendo las barreras del tiempo, los idiomas y las ideologías?”, “¿Qué es lo que me fascina a mí en lo personal?”, “¿Es que hay algo que El Rey Arturo y los Caballeros de la mesa redonda tengan que decirme a mí en pleno siglo XXI?”, “¿Hay algo que este libro pueda enseñarme y hacer eco en mi fuero interno?”…
Una mañana desperté con la respuesta clara insertada entre mis dos cejas: el caballero es un personaje que, contrario a todos, sale a propósito en busca del peligro porque esa es su idea del honor. Y hay en eso algo cursi, absurdo, alejado de todo lo que vivimos en estas grandes ciudades posmodernas; pero hay algo en ello que se percibe cercano, humano y que tiernamente nos susurra al oído que si no huímos, tal vez, ya nada nos persiga; si no tenemos miedo, nada podrá con nosotrxs, ni siquiera la muerte, que, si buscamos la aventura, la vida misma cobraría sentido y dejaría de ser una terrible carga amenazante, un lastre cotidiano hecho de un montón de tareas inocuas para obtener un poco de seguridad; que, si afrontáramos la vida con la soltura del mago, la renuncia de la certidumbre, el bienestar y la comodidad del caballero y abrazáramos en su lugar de eso una postura ética de honor y dignidad, podríamos ser no solamente heróicxs, sino también eróticxs, lunáticxs, divinxs y entonces, nuestra vida, sería ante nuestros ojos y los de otrxs una hazaña digna de memoria.
No quiero estar fugada ya, ni fugarme. Quiero estar presente en lo que me tocó. Pero ya les dije con que artimañas me hice de esta fuerza:
Arturo y los Caballeros de la mesa redonda de Roger Lancelyn Green,
con dibujos originales de Aubrey Beardsley para la edición de 1893