El ojo engaña. El ojo hace creer. El ojo dice que hay lluvia donde sólo hay nubes: interpreta, se adelanta, se confunde. Desde el surgimiento de la fotografía, nos hemos constituido como una sociedad visual; “nuestros propios ojos” miran la guerra que ocurre en Irak, la cola anillada de los lemures, la lluvia sobre el desierto del Sahara, la alineación de las estrellas del cinturón de Orión con las pirámides de Guiza y Teotihuacan, el rostro desencajado de las madres y padres de los desaparecidos de Ayotzinapa, pero ¿en realidad los hemos visto? ¿hemos conocido, comprendido, dimensionado lo que hemos visto, su significado y consecuencias? “Estos ojos lo han visto todo” o casi todo y diría mi mamá, “el ‘casi’ es lo que me preocupa”. Vemos, vemos, constante e indiscriminadamente, fijamos imágenes en el consciente y en el inconsciente; las reproducimos por dentro de nuestros párpados mientras pensamos, recordamos o dormimos con horror y con miedo, con deseo, con lujuria, con culposo placer, pero ¿estamos eligiendo lo que vemos?
La fotografía, el cine, la televisión y las redes sociales nos están bombardeando todo el tiempo con una enorme cantidad de estímulos visuales que no somos capaces de procesar. Sin voluntad de pormedio, sin filtro, recibimos “impresiones” del supuesto país, mundo, universo en el que vivimos, pero que en realidad desconocemos y peor, creemos con certeza conocer; hoy, más que nunca, la convención de la realidad supera y aplasta la experiencia subjetiva y todo su valor comunicativo y creador.
Antes de esta “era” del privilegio de lo visual, la gente adquiría sus conocimientos de manera empírica y los ampliaba únicamente hablando y leyendo. A diferencia de lo que sucede hoy día, la experiencia vivida con todos los sentidos (gestionando unx mismx qué es lo que merece ser observado, tocado, sentido, degustado, olfateado, ignorado, imaginado, intuido; en qué orden, de qué manera y por cuánto tiempo) podía nutrirse de otras (vividas o no) mediante una serie de narrativas: otras subjetividades humanas sin dispositivos tecnológicos de por medio. Esto permitía que hubiera una conexión interpersonal y un discurso humano por encima de lo que hoy se considera una “versión oficial” de lo que hay y cómo debe ser visto.
Digamos, por ejemplo, que alguien viaja a Palenque: sin conocimiento previo, sin documentales, sin guía, sin mapa y llegando al sitio lo camina, lo hace suyo a su manera y queda satisfechx. No subió a lo más alto de la pirámide de la cruz, no entró a la cámara de la reina roja, no vio los grafitis hechos por los exploradores de otros siglos, no tomó fotografías. Cuando comparta su experiencia con otrxs podrá hablarles de una mariposa amarilla revoloteando alrededor de una ceiba (o árbol, tal vez no sepa que es ceiba), el arroyuelo y cascada cercanos donde se fue a refrescar, la hermosa puesta de sol entre las dos pirámides… Si quien escucha su relato se encuentra en su misma situación, escuchará complacidx y deleitadx; pero si ha visto el documental o leído el libro o ha recorrido el sitio “correctamente” y con guía, se sentirá en la obligación de darle datos históricos, de explicarle muchas cosas, de hacerle ver todo lo que se perdió, anulará su experiencia. No tenemos libertad de elegir en qué posamos nuestra mirada, tampoco de interpretar eso que vemos de acuerdo a nuestros propios referentes; para eso están lxs expertos: historiadorxs, antropólogxs, críticxs de arte; personas que “saben ver” y que nos pueden ilustrar sobre la “verdadera naturaleza” de lo que observamos.
El ojo se ha convertido en un tirano. Dentro de su imperio se erigen todas las cosas que nos rodean. Con artificial monstruosidad ha desarrollado microscopios y telescopios para permitirnos ver lo que nuestros ojos jamás hubieran podido, a cambio nos pide sólo nuestra total credulidad: eso que estamos viendo es hermoso porque otrxs dicen, terrible si así fue descrito y “el quid del misterio de la vida” si así han decidido llamarle.
Yo, por mi parte, prefiero dudar. Dejo al Todopoderoso encerrado entre tres paredes en lo alto de una pirámide en el billete de un dólar y abro un libro o un cuaderno que me permita, si no la dignidad del conocimiento, la libertad de la imaginación.