Días raros, días extraños de estar en casa. Enferma, un poquito deprimida; días de pensar la vida de presente a pasado. “Pensar” como si fuera un acto voluntario, más bien “ser visitada por los recuerdos”, a los que -de pronto- les di permiso de regresar. Tosiendo, moqueando, sudando frío, delirando a ratos, dormitando, vomitando… así se llegó la presentación de Cangrejo, poesía sobre el cáncer de mi madre, poemario sobre su muerte, sobre mi duelo sin resignación, todavía… Y aquí y ahí frente a todxs, mientras leía los poemas, volvía a mi cabeza otro recuerdo: yo, joven universitaria de segundo semestre descubriendo por vez primera las Coplas a la muerte de su padre:
“Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor”
Yo tocada, yo conmovida, yo hecha trizas por el dolor que se quedó intacto en un verso sin tiempo: yo adelantándome a mi propia pérdida, obnubilada por la patética belleza de las palabras de don Georgivs Manriqve Toletanvs, que 522 años antes había llorado a su padre, el rey, en el más funesto de sus días. Lo había olvidado, había olvidado a Jorge Manrique, sus coplas y la impresión tan grande que me causaron, pero bastaba una gripe extraña para hacerlos emerger de mí, de donde sea que en mi cuerpo estaban alojados…
El libro se presentó en una conmovedora lectura íntima. Mi voz, agrietada y temblorosa confesó todo el dolor de lo vivido. Abracé, me abrazaron: sobreviví a una más de mis empresas imposibles. Volví a casa a convalecer. Manrique siguió haciéndome versos en la cabeza.