Desde que comenzamos nuestra educación escolarizada se nos enseña aspirar a dos cosas: las altas calificaciones y el reconocimiento de nuestros padres y nuestros maestros por haberlas o obtenido. El aprendizaje, el conocimiento, la experiencia y el desarrollo de talentos y capacidades, que deberían estar en el centro de la enseñanza y los intereses, se ven constantemente opacados por los “resultados”, la competencia y los beneficios que se pueden obtener de los dos.
El taller literario, en contraste, está concebido como un espacio donde personas responsables y maduras (sin importar si tienen 6 u 80 años de edad) son capaces de organizarse para prestarse mutuamente la ayuda y el soporte necesarios para alcanzar un objetivo que sólo a quien lo tiene le importa y sólo él o ella lo comprende a cabalidad. No hay mejores ni peores en el taller literario, no hay competencia ni manera de competir, nadie califica y se equivoca garrafalmente quien tratara de descalificar.
A diferencia de la escuela, el taller literario debe de ser un lugar al que se llega por convicción, de forma voluntaria y relajada. Es el espacio donde el proyecto va tomando forma y en el que todo lo que se dice es en función de nutrir y perfeccionar ese texto prestado para elevarlo a lo más alto de su potencial. Lo hacemos así: meticulosa y desinteresadamente; en ese sentido los talleres hermanan y se convierten en un círculo propicio para la camaradería, la horizontalidad y para el altruismo.
En los muchos años que llevo asistiendo impartiendo talleres literarios, he descubierto que estos funcionan si y sólo si la persona se hace responsable de su propio trabajo y también de su propia evolución. En muchos casos nos sentimos tentados a autoengañarnos diciendo -por ejemplo- que el grupo no es motivante, que quién dirige las sesiones enseña poco o no es exigente, pero la realidad es que quien quiere obtener algo de un taller literario, siempre puede hacerlo. Tener muchas personas reflexionando y corrigiendo nuestro trabajo es un privilegio que se da muy rara vez en el mundo y que sin embargo se puede dar cotidianamente en este espacio.
En talleres de largo aliento es importante que cada estudiante se comprometa públicamente, explicando con claridad sus objetivos, su visión y estrategias. Para ello es importante que los demás seamos vistos no como evaluadores, profesores o autoridades, sino como testigos de su voluntad, compromiso y la fuerza de los mismos. Cada miembro de un taller, incluyendo a quien lo convoca y/o coordina es un compañero de travesía deseoso de los mismos paisajes y las mismas aventuras.
Hace algunos años una de mis alumnas me dijo que por más que se esforzaba en llegar temprano siempre le tocaba leer al final porque yo siempre le pedía que leyera primero a la persona que se sentaba frente de mí. Yo, con una sonrisa sardónica le pregunté que si ya sabía eso por qué se seguía sentando a mi lado. No me contestó, lo que ella quería es que yo reconociera que, a diferencia de las otras, ella sí llegaba temprano, ella sí “se esforzaba”.
Cuando por circunstancias de la vida personal o por alguna vuelta de la fortuna alguno de mis alumnos se tiene que dar de baja de uno de mis talleres, tarda casi siempre unas dos o tres semanas en avisarme, dicen que sienten “pena”, “vergüenza” o inclusive cierto “temor” de decepcionarme o de que me moleste con ellos. A todos mis alumnos pasados, presentes y los que vendrán les digo con toda honestidad: el único compromiso que deben respetar es el que tienen con ustedes mismos y su escritura, asegúrense de no traicionarse.
Los talleres son una herramienta que algunas de las personas que escribimos consideramos vital. No es la única manera de generar textos literarios, pero sí la única forma que conozco de disponer de ayuda para hacerlo. Es fundamental generar el ambiente propicio para poder hacerlo sin sentir que nos exponemos al maltrato de la pretensión y a la soberbia, dejar atrás todas las actitudes y vicios que aprendimos en nuestras escuelas, como la necesidad de tener la razón, de ser reconocidos o premiados.
Mis estudiantes, colegas y mis propios textos pueden hacerme sentir orgullosa muchas veces, pero no es para eso para lo que estamos en los talleres. El acto de la escritura es una entrega íntima y solitaria que nos exige renunciar al prestigio y liberarnos del suplicio de la autocrítica. Manifestar lo que la imaginación sueña, lo que alberga el alma es lo que tiene valor, sólo eso tiene importancia, y sí de los demás -incluida yo misma- se reciben flores o pedradas, eso queda fuera del ámbito del taller y de lo que es relevante a la literatura.