¿Por qué la poesía?
o de la primera vez que me encerré a escribir
Escribo porque una vez cuando tenía diez años miré por el retrovisor y me di cuenta de que todos me habían rebasado. Mi hermano Guillermo murió siendo aún un bebé en 1982, cuatro meses después de que yo cumpliera tres años. A partir de ese hecho, desarrollé la creencia (¿fantasía?) de que como algo “realmente malo” nos había pasado, entonces nunca nada “malo” podría volvernos a ocurrir a mis papás ni a mí. Pero una tarde en 1990, mis padres gritaban a voz en cuello que iban a divorciarse y yo lloraba sentada en un pupitre de madera que había en mi cuarto. De pronto una frase se me vino a la cabeza, me cegó como un relámpago me levanté a buscar papel y puse por primera vez el seguro de la puerta para encerrarme a escribir. Fue un desahogo. Fue una ocurrencia. Fue una excusa para ocuparme en lo que pasaba lo peor. Ahí pudo haber quedado, pero nunca se divorciaron y todo continuó aparentemente igual, menos mi certeza de que nada malo iba a sucedernos… Todo y todos siguieron la vida. Papá, mamá, mi hermana 5 años menor, pero yo no, no podía: algo comenzó a fallarme y los vi rebasarme sin contemplaciones mientras derrapé en el camino, sola.
No puedo ganar un premio por haber tenido la infancia más dolorosa del mundo, tampoco podría ganarla por haber tenido la más feliz, lo que sí sabía el día en que escribir mi primer poema ya no podía llamarme a mí misma “niña”, porque al igual que todas las demás personas -adultas y rotas- iba necesitar una muleta para caminar: esa era la poesía.
Claro, lo que yo llamaba “poesía” cuando tenía diez años no era exactamente lo que llamaría poesía hoy. En ese entonces me parecía fundamental que los poemas rimaran y para ello los escribía siempre sobre la tonada de alguna canción. Mis poemas surgían como una especie de hemorragia incontenible, por tanto no podían ser postergados al momento de que llegar a mi casa ni mucho menos planeados para cuando tuviera tiempo libre; en ese sentido los poemas que escribí en los noventas se parecen mucho a los que escribo ahora.
He experimentado con varias técnicas para elaborar poesía: ejercicios de escritura caótica con música, poesía visual o sonora, escritura en trance, con los ojos cerrados, a partir de frases o imágenes creadas por otros autores, armando los versos en un pizarrón -como lo hacía Pizarnik-, con palabras recortadas o no copypasteadas para hacer collages… Sin embargo, la manera “natural” en que escribo poesía (la más común y frecuente, la más inherente a mí) es a través de una frase-imagen que llega mi mente como una flecha lanzada desde no sé dónde y que intuyo (¿invento?) inmediatamente como la respuesta a una “pregunta de mi alma”. Entonces debo escribir, garabateo el poema en alguna de las libretitas que siempre llevo conmigo o lo grabo en mi teléfono si estoy en medio de alguna actividad impostergable, por lo menos registró la frase y la recupero más tarde, a veces, sin embargo, la emoción original se ha esfumado y ya no puedo lograr el poema.
Para mí la poesía es un momento donde las palabras cotidianas revelan frente a mí su significado oculto: un acto único, epifánico ocurriendo dentro de mi cabeza y que necesita salir de ella a como dé lugar. La poesía no es entonces ni literatura ni escritura, sino una revelación mística que toma la forma de un texto breve.
He dicho en varias ocasiones que me considero a mí misma cuentista y tanto mis temas de investigación como mis talleres literarios giran en torno al análisis y técnica del cuento. No estudio poesía porque la poesía es un ente vivo que para ser analizado necesita ser diseccionado (muerto). No doy talleres de poesía porque para mí la poesía no es una técnica que pueda ser enseñada, no puede ni debe ser calificada: la poesía es lo opuesto a la crítica, es una pausa de la lógica y la razón en función de la expresión estética y, sobretodo, un proyecto íntimo y espiritual.
Para terminar, he de decir que no me considero a mí misma poeta aunque escrito más poesía que cualquier otra cosa en mi vida, he pasado semanas -inclusive meses- sin escribir ningún cuento, he pasado mes -inclusive años- sin intentar nada que se parezca a la novela y viví de los catorce a los treinta y cinco años sin hacer nada que se pareciese al teatro; sin embargo no he pasado, jamás, una sola semana de mi vida sin escribir por lo menos un poema: no soy poeta porque para mí nadie lo es, yo creo que la poesía es una religión manifiesta que elige a sus propios adeptos y fanáticos.