El terror de ser “así”

Mientras fui niña, nunca escuché la palabra “lesbiana”. No la escuché mencionar en mi casa, ni en la calle, ni en la televisión. La primera vez fue en primero de secundaria. Tenía doce años, estudiaba en una escuela de monjas con puras niñas y oí a una compañera decírselo a otra en tono de burla. No me atreví a preguntar qué significaba hasta varios días o semanas más tarde, cuando la “broma” se repitió. Entonces me armé de valor y pregunté (no sin miedo a quedar como una idiota) ¿Qué es “lesbiana”? No recuerdo bien lo que me contestaron, pero entendí muy bien a lo que se referían, entendí también que nadie quería ser “así”.


En primero de secundaria sólo habían dos cosas terroríficas (fuera de irte a extraordinario o mancharte la falda de sangre): la primera era toparte entre clases al “viejo marrano”: era un hombre que se subía a una de las azoteas que estaban frente a la escuela para barrer en toalla y cuando veía que las niñas salían del salón, se la quitaba para quedar totalmente desnudo. El otro temor cotidiano era encontrarse a la salida con “la loca”, una mujer que pasaba todos los jueves a las dos por la puerta de nuestro colegio. Las chicas, aterradas, salían disparadas hacia los carros de sus mamás, a la esquina donde tomaban el transporte o se volvían a meter a la escuela para no sufrir el riesgo de quedar frente a frente con ella. Ahora que lo pienso, era sólo una mujer muy alta con características más bien varoniles: nariz aguileña, ojos grises, pelo salvajemente corto y entrecano; siempre estaba vestida de camisa, pantalón de pinzas, saco y mocasines de hombre. Al final de ese ciclo escolar quise cambiarme a una escuela cercana y descubrí que era la maestra de filosofía.


Al año siguiente me peleé con mi amiga, con mi mejor amiga. Lloraba todos los días: en cada recreo que no me dirigía la palabra, cada tarde que no me llamaba, cada viernes que no íbamos juntas al cine o comer como antes. Una tarde, cansada de verme llorar, mi mamá marcó a su casa y le preguntó por qué estaba tan enojada conmigo. Ella mintió y dijo que no estaba enojada. Entonces me la pasó, hablamos y se arreglaron todas nuestras diferencias con gran y absurda velocidad. En cuanto colgué el teléfono, mamá dijo: “Me da mucho gusto verte feliz. Pero no quiero NUNCA volverte a ver llorar así por una mujer”…


Podría seguir contando un montón de cosas al respecto. Cuántas cosas se me inculcaron y se me dijeron para que me confundiera, para que no descubriera lo que en realidad soy, para que sintiera vergüenza, sin embargo aquí estoy: en la plenitud de mi lesbiandad, escribiendo para ustedes en este mes del orgullo para que no seamos nosotras mismas quienes reproduzcamos estos discursos equivocados, estos chistes malos, estas imágenes torcidas sobre ser lesbiana, para que los denunciemos y combatamos juntas por las pequeñas lenchas que vendrán ¡Feliz navigay a todas ustedes! ¡Una vida entera de orgullo y visibilidad!